Supongamos que entre Pelotillehue y
Buenas Peras un conductor puede elegir entre dos rutas. La primera
consta de dos tramos: uno largo pero expedito entre Pelotillehue y la
localidad de Cumpeo, que el conductor toma invariablemente unos 60
minutos en recorrer, y otro corto pero congestionado entre Cumpeo y
Buenas Peras, donde el tiempo de traslado es directamente proporcional
al número de automóviles que utilizan la vía; así, si hay 100 coches
circulando, el viaje tarda 10 minutos, pero si la cantidad de coches
aumenta a 300, el tiempo de traslado sube a media hora.
La segunda opción parte con un tramo
corto pero congestionado entre Pelotillehue y Peor es Nada, donde al
igual que en el caso anterior el tiempo de viaje depende directamente
del número de vehículos en la ruta. Una vez llegado a Peor es Nada, el
conductor puede tomar un camino largo pero sin atascos donde el tiempo
de viaje es igual a 60 minutos.
Como ambas rutas ofrecen condiciones más o
menos similares, la mitad de los conductores tiende naturalmente a
preferir una, y la otra mitad la otra. Así, si tenemos a 400
conductores, 200 seguirán el camino Pelotillehue – Cumpeo – Buenas
Peras, el cual les tomará 80 minutos de viaje (60 + 20 minutos),
mientras los otros 200 optarán por la ruta Pelotillehue – Peor es Nada –
Buenas Peras, que les significará los mismos 80 minutos de viaje aunque
distribuidos de manera opuesta, tal como lo indica el gráfico que
intenta explicar esta situación al lector.
Ahora
supongamos que las autoridades encargadas del transporte en
Pelotillehue y Buenas Peras quieren disminuir el tiempo de traslado
entre ambos puntos, y que para ello se hacen asesorar por la solícita
gente de la Secretaría de Transporte del Distrito Federal, expertos en
eso de acortar los tiempos de traslado al interior de la ciudad. Ellos,
en un ataque de ingenio y perspicacia, ven una solución que a primera
vista tiene una lógica impecable: la construcción (sin licitación
previa, por supuesto) de una súper carretera urbana de alta velocidad
con muchas pistas por lado y harto hormigón armado que conecte los
puntos intermedios de Cumpeo y Peor es Nada en tan sólo 10 minutos, tal
como lo indica el gráfico 2. La propuesta se ve tremendamente atractiva
para los automovilistas, que vislumbran que su aburrido viaje de 80
minutos ahora se verá reducido a sólo 50, un ahorro de media hora que
ante sus ojos bien vale la construcción de una mole de concreto en medio
de la ciudad.
Sin embargo, la historia dice que las
cosas resultaron completamente distintas a como estaba planificado, y
que poco después de inaugurada la nueva supervía los conductores se
dieron cuenta que los tiempos de viaje no sólo no disminuyeron, sino que
muy por el contrario aumentaron, algo que los ideólogos de la
iniciativa jamás pensaron que pudiera ocurrir. ¿Cómo se explica esto? La
respuesta es más sencilla de lo que uno supondría, y está relacionada
con el carácter esencialmente individualista de las decisiones que
generalmente toma un conductor cuando se encuentra detrás del volante.
¿Cómo es esto? Recapitulemos: con la construcción de la nueva autopista
el conductor se encontró con dos opciones para ir de Pelotillehue a
Cumpeo. La primera, la vía ya existente, significaba un tiempo fijo de
traslado de 60 minutos, mientras que la segunda, en el peor escenario
posible, es decir, con la totalidad de los 400 automóviles circulando
allí, tomaba 50 minutos (40 minutos entre Pelotillehue y Peor es Nada
más 10 minutos en la Supervía). Ni tontos, los automovilistas escogieron
esta segunda opción, sin precaver que el tramo Peor es Nada – Buenas
Peras también experimentaría una recarga de trabajo, traducida en 40
minutos de traslado en lugar de los anteriores 20. En suma, la llegada
de la nueva autopista de conexión significó que el tiempo de traslado
aumentara de 80 a 90 minutos. Mejor no les fue a los que se mantuvieron
leales al viejo recorrido, pues si bien es cierto mantuvieron los 60
minutos que toma el transitar entre Pelotillehue y Cumpeo, vieron
incrementar en casi 20 minutos su tiempo de desplazamiento entre Cumpeo y
Buenas Peras dada la mayor congestión en este tramo (en el entendido
que 399 automóviles eligen la nueva ruta vía autopista y un solo
conductor solitario se mantiene en la ruta antigua).
Este
fenómeno, conocido como la paradoja de Braess, debe su nombre al
matemático alemán Dietrich Braess, quien lo enunció por primera vez en
1968. La paradoja señala que el incremento de la capacidad de una red
vial puede en algunos casos reducir la eficiencia del sistema, puesto
que induce elecciones de conductores cuyas decisiones son tomadas
teniendo en cuenta exclusivamente el beneficio individual y no el
colectivo. En otras palabras, la suma de estrategias óptimas
individuales no mejora en absoluto el comportamiento del total del
sistema (sí, nos estamos metiendo en los interesantes terrenos del
equilibrio del Nash que no es basquetbolista, y en el cual no pretendo
introducirme, que ese pedregoso camino prefiero dejárselo a matemáticos y
economistas). Para optimizar los tiempos de traslado de todos los
vehículos sería necesario que los conductores actuaran de manera
cooperativa, lo que significaría que en la práctica todos debieran
sacrificar algo, como tomar rutas que a primera vista se ven más lentas,
para que el sistema funcionara más eficientemente.
¿Suena esto a pura teoría de escritorio y
pizarrón? Pues no lo es tanto, que ejemplos sobran para demostrar la
validez de los enunciados de Braess. Uno de los mejores se encuentra en
Seúl, donde la fórmula de menos vías igual a tráfico más expedito
demostró ser plenamente válida.
Los coreanos están locos
En todas partes se cuecen habas, y Corea
del Sur no es la excepción. Las estupideces nuestras los coreanos las
hicieron hace más de 50 años, llegando al extremo de cubrir con
pavimento el canal de Cheonggyecheon, un curso de agua que dividía la
ciudad en sentido norte – sur y que con el avance de la urbanización de
Seúl se vio convertido lentamente en una cloaca a tajo abierto. Lo que
se construyó sobre el canal fue una autopista elevada de seis carriles
que hubiera puesto verde de envidia a Marcelo Ebrard, y que como fiel
representante de este tipo de soluciones se encontraba permanentemente
congestionada (hay que recordar que el área metropolitana de Seúl
alberga una población muy parecida a la de la ciudad de México, unos
20.5 millones de habitantes).
Afortunadamente para los habitantes de la
capital asiática, en 1999 entró en escena el alcalde Lee Myung Bak,
quien se lanzó con una valiente y radical propuesta que consistía en
rescatar el canal que corrió de manera subterránea por 5 décadas,
creando un parque de 8 kilómetros de largo que cubre una superficie de
400 hectáreas, y que bordea un cauce de aguas debidamente purificadas,
toda un proeza si se considera que para llevarla a cabo se tuvo que
demoler la autopista que ocupaba el lugar, reemplazándola por…nada. Así
es, la visión y decisión de las autoridades y técnicos coreanos les
impulsó a seguir adelante con un proyecto que los agoreros de siempre
vieron como una bomba atómica al sistema de tráfico de Seúl, el tiro de
gracia para una red que según ellos estaba condenada a ampliarse para
acoger a una creciente demanda de automovilistas (está claro que algunos
discursos son universales). El argumento es fácil de adivinar: si con
la autopista andamos a vuelta de rueda, sin ella sencillamente nos
quedaremos detenidos por los siglos de los siglos.
Sin embargo, para su
sorpresa las cosas fueron radicalmente distintas: lejos de hacerse más
lento, el tráfico se agilizó con la eliminación de una gigantesca
supervía “expresa” que la experiencia demostró que era absolutamente
inútil. Lo que ocurrió es que una vez desaparecida la autopista los
automovilistas se distribuyeron por distintas calles locales de menor
tráfico, lo que sin querer queriendo hizo que se comportaran de manera
cooperativa, llegando a un equilibrio en el cual se maximizaba el
beneficio del conjunto más que el individual. De esta manera, Seúl no
sólo ganó un parque y recuperó un río olvidado, sino que también mejoró
las condiciones de tránsito al interior de la ciudad, disminuyendo tanto
tiempos de traslado como la cantidad de emisiones de gases
contaminantes provenientes de automóviles, un círculo virtuoso que no
por nada se ha convertido en referente mundial a la hora de hacer
intervenciones profundas para recuperar la calidad de vida urbana.
¿Significa esto que hay que destruir
todas las autopistas urbanas para hacer el tráfico más fluido? No
necesariamente, que tal como Braess lo explica, su paradoja se presenta
en algunas situaciones con determinadas características, no siendo una
aplicación universal. En 1983 los señores Steinberg y Zagwill
determinaron que hay tantas posibilidades que la paradoja ocurra o no
cuando se agrega una nueva vía a una red urbana. ¿Ocurrirá esto en el
DF? No tengo idea, pero sería interesante que algunos matemáticos e
ingenieros de tránsito hicieran alguna modelación bajo el supuesto de la
eliminación de una vía supuestamente expresa como el segundo piso del
Periférico, obra que hasta donde tengo entendido no ha significado en
absoluto una disminución en los tiempos de traslado en horas punta. En
una de esas nos llevamos una sorpresa más que interesante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario